Con el pie izquierdo

Mis brazos frágiles parecían rotos, era tan pequeño y tan flaco que pensé que nunca crecería para partirle la cara a más de uno en el colegio. Y otra vez era lunes, pesado y difícil lunes como todos los otros, sí el Apocalipsis llegara algún día seguro sería en lunes.
Me levantaba de la cama y creí que todo acabaría esa mañana, con pesadez me incorporé para verme en el espejo, mis ojos se cuarteaban como un huevo tibio y por inercia empecé a peinar mi pelo, ese pelo rebelde que no se quedaba quieto, le puse gomina y lo aplasté como si fuera a plancharlo, pocas veces lo hacía, pues no me llevaba bien con esos peinados raya al lado y pegados a la cabeza como si la lengua de un becerro me hubiese lambido.
Entonces el sonido del claxon me sacó de mis pensamientos, estaba mi padre gritando afuera que bajáramos mi hermano y yo, que ya era tardísimo. Sentía cómo mi corazón se aceleraba con cada segundo que marcaba mi reloj, se hacía tarde y no podía estar listo; un estruendo cimbró mi casa, era como si hubiera caído un relámpago, tan fuerte que podía ensordecer a quienes estábamos cerca; la furia de Thor había desatado un vendaval. El aturdidor trueno había salido de la garganta de mi padre, que con toda su furia me llamaba desde abajo, ese trueno era mi llamado a salir porque estaba retrasado, me asomé sin camisa por el gran ventanal y mi padre gritó – ¡Cabrooon! ¿Vas a bajar o subo por ti? –
Me metí corriendo y como pude me puse la ropa, creo que los calzoncillos se habían quedado con la etiqueta fuera, y a mi paso salió la ayudante doméstica de mi madre; Julia, que estaba limpiando mis botas, para ese momento ya tenía una bota limpia y le dije – ¿Puedo ponérmela? –
Ella no hablaba mucho por las mañanas y asombrada insistió – Sí, pero apúrate, tu papá sigue gritando afuera, ahorita te doy la otra bota –
Me puse una bota y entré al baño con ansiedad a terminar con mi monstruoso peinado, sentí muy frío el suelo, y entonces me puse un zapato deportivo que estaba a la mano; los gritos de mi padre se hacían más fuertes, gritaba como orco encolerizado, se le podía escuchar desde arriba, entonces sencillamente me bloqueé y no pude terminar ese peinado, me quedaron los pelos levantados en la parte de atrás como una corona de espinas, no lo pensé más y bajé como flecha; entré en el coche justo en el asiento trasero para salvarme de un pierrotazo, corrí como si fuera a ganar un maratón y adentro ya estaba mi hermano, me había ganado.
Ahora comenzaba el martirio, la media hora camino a la escuela era de gritos y reclamos, antes de la primera clase yo ya llegaba desgastado, desmoralizado, era una enorme tensión y de fondo sonando esa vieja radio en el coche.
En ese año ya sonaba la canción de “Pisando Fuerte” de Alejandro Sanz; un éxito recién desempacado en 1991 y trataba de concentrarme ella, “yo soy como un adolescente, pero entraré en tu mente, pisando fuerte, pisando fuerte.”
Los que no entraban en mi mente eran los gritos de mi padre que dentro del coche seguía dándome la chapa y yo sólo podía entender palabras sueltas, veía sus labios torciéndose con cada maldición que le salía de su boca, gruesa saliva se colaba entre sus labios como un monstruo mitológico, sus ojos parecían desorbitarse inyectados en sangre, las venas de su cuello se hinchaban y torcían, como la pierna varicosa de una señora obesa con insuficiencia cardiovascular.
No podía pensar con claridad, mientras escuchaba a mi padre reclamarle al cielo mi presencia en este mundo; ¿cómo podía ser posible que un hombre tan inteligente, diestro y astuto como él pudiera tener este remedo de vástago? ¿Qué pecado podría haber cometido él para merecerme como hijo? Te entiendo padre, quizá en tu otra vida fuiste Poncio Pilatos, porque de otra manera no hay justificación de que la providencia te haya castigado conmigo.
Antes de que acabara la canción de Alejandro Sanz noté la ausencia de mi mochila ¡¿Pero qué demonios me pasaba?! Pretendía salir como bólido a una escuela sin material para ello, era como decía mi octogenario vecino, ir a la guerra sin fusil.
Se atravesó un coche y mi padre metió el freno a fondo, lo pisó fuerte y entonces las mochilas que siempre viajaban en el asiento delantero se cayeron, pero esta vez se había caído solo una, supongo que era la de mi hermano y mi padre se dio cuenta, torció la boca clavándome su mirada, hasta detuvo el coche y me preguntó – ¿Y tu mochila? ¿Dónde está? –
Tragué saliva y respondí atemorizado – ¿Entonces Julia no la bajó? –
Le dio un golpe al volante y repitió – ¿Qué habré hecho para que seas mi hijo? –
No pude soportar la desesperación, más reproches, más amargos lamentos; caí en cuenta que no debí haber abierto la boca, “Nota mental: Sin importar nada, mi padre nunca será la salida”. Al tiempo que oía tantas malas palabras seguí el camino de mi pantalón, tenía una impecable línea de planchado gracias a la muchacha del aseo, y esa línea conducía hasta mis zapatos. ¡Por Dios mis zapatos! en mi loca carrera había cometido un enorme estropicio, mis pies estaban enfundados en un zapato negro y otro ¡blanco!, eran una bota y un tenis.
Y ahora… ¿Cómo le digo esto a mi padre? Va a pensar que soy subnormal, o que estoy completamente loco, en el mejor de los casos que me estaba burlando de él. Ahora sí la había liado parda y mi padre no dejaba de hablar, mi hermano era un mudo testigo de ese espectáculo, parecía tan ajeno, tan distante a mi reprimenda.
No podía decir nada de mi calzado, vaya que me había levantado esa mañana con el pie izquierdo y lo había calzado mal.
Las prisas no traen nada bueno, “Al mal paso darle prisa” no aplicaba en esta ocasión, y menos así, con ese calzado tan dispar. Quería esconder mis pies bajo el asiento, taparlos con mi mochila, pero… ¡Mierda! Tampoco traía mochila.
Por fin llegamos, mi hermano se bajó, pues entraba un poco más temprano y fue entonces cuando, mirando hacia abajo, derrotado, esperando lo peor le solté a mi padre – Regresa a casa – mi padre se sorprendió, habían pasado sólo unos minutos desde que guardó silencio – ¿Por qué? – preguntó inquisitivo. Sin dar una respuesta sólo miré hacia mis pies, mi padre siguió mi mirada y de inmediato comprendió lo que sucedía y montó en cólera – Solo eso te faltaba, pero te vas a bajar, para que todos vean lo pendejo que eres –
– Pero si ya lo saben – Pensé y solo le negué con la cabeza, me rehusaba a bajarme.
– Que te bajes ya –
Así sin mochila, con una bota y un tenis, él tenía autoridad y sabía ejercerla – ¡Bájate! –
Una estaca se clavó en mi corazón, sabía que él hablaba en serio, las hormigas que caminaban en mi cuerpo cuando se multiplicaron, clavaban sus patitas en mi piel con saña; y sentía ese dolor, pero por más hormigueo no podía salir así del auto, no sé cómo pude enfrentarlo, sólo sé que de mi boca salieron esas involuntarias palabras – No, no me bajo –
Mi padre resopló, pensé que estaba tomando aire para embestirme, como los trolls de los cuentos, pero para mi sorpresa todo quedó en resoplo, estiró su brazo y me abrió la puerta y entonces me bajé, para que todos vieran lo pendejo que era, luciendo esa magnífica combinación de calzado entré al colegio, sentía que todos me miraban y cuando quise regresar al auto mi padre ya se había marchado.
Bueno, estaba a punto de empezar un gran día, un gran lunes, a veces levantarse con el pie izquierdo no es tan malo si te pones los zapatos iguales. Seguí caminando por el gran patio de adoquines grises y recordé la canción de pisando fuerte, yo apenas podía pisar, cada paso me suponía un sacrificio, entonces un gandul se dio cuenta y gritó – Miren, los zapatos del gallego –
Me empezaron a llover balonazos en el patio y corrí, corrí hasta llegar a la sección de primaria, me escondí como un león desterrado de su tribu buscando una víctima, tenía que ser un niño más débil que yo y tenía que cambiarle los zapatos, buscaba entre las víctimas mi talla perfecta, todo era al tanteo, aun era muy temprano y las clases no empezaban.
A diferencia de mi llegaban todos los niños con sus mamás de la mano y entre esa multitud lo vi, un desconocido niño sería mi victima; me descalcé dejando esa bota y ese tenis y me abalancé sobre él, lo derribé y fue a dar al suelo aguantando el llanto, creo que era un niño de sexto grado y cuando lo tuve tendido le quité los zapatos, me los puse y aunque un poco apretados podía caminar con ellos. El niño se levantó sin llorar y me gritó – Dame mis zapatos –
Tuve que regresar a arrancarle la camisa y el cinturón, entonces empezó a llorar, pera pronto llegó su madre, aun no se había marchado y yo corrí como pude, la señora con sus largos brazos me interceptó y me dijo – ¿Tu estás loco? –
Yo no supe que responderle, vio mi cara, asustado, sudaba a esas horas de la mañana y mi peinado se había desecho, la señora me llevó de la mano hasta donde estaba su hijo tirado, me forzó a que le tocara la cabeza y descubrí un chichón – Mira lo que le hiciste a mi hijo, a mi hijo me lo respetas –
Le dije que sí moviendo la cabeza – Ojala alguien me defendiera así –
La señora cambió su mirada de la rabia a la compasión por mi, no sé qué leyó en mis ojos al escucharme decir eso y yo esperando que no me quitara los zapatos, llegó una maestra de la primaria y le preguntó a la señora – ¿Qué pasa? ¿Está todo bien? –
Esa señora me miraba y encaró a la maestra – Sí, solo que mi hijo se cayó, me lo voy a llevar a casa –
Me tocó el corazón, ojalá que yo tuviera a alguien así, ya nada importaba y le sonreí, como hace mucho que no sonreía, ella se me quedó mirando y cargó a su niño, parecía que no se había dado cuenta de los zapatos, o no le importaba, cargó a su delgado hijo, tan delgado como yo, él la abrazó por el cuello y se lo llevó, con esa seguridad el no necesitaba zapatos, yo por desgracia sí. La señora siguió su camino con su hijo en brazos rumbo a la salida y se perdió de mi vista.
Me quedé contemplado la escena como un bobo y después mirando esos zapatos que me apretaban la circulación me arrepentí, ese niño no tenía la culpa de nada, entré en cólera y con todo mi coraje regresé por mi bota y grité – Maldita seas – y la lancé con fuerza lejos de mí. Pero para mi desgracia la bota se estrelló contra los cristales de las oficinas y entró por los ventanales.
– ¡Mierda! – Si lo hubiera planeado no me saldría con esa precisión. Corrí como loco, aunque los zapatos me mataban, tenía que ir a mi primera clase aunque no tuviera mochila, ni libros y corrí para no ser descubierto alejándome del lugar.
Entré en el aula, sudando como un cerdo, y los pelos cubriéndome la frente, el salón estaba tranquilo y todos empezaron a decirme cosas entre risas y cuchicheos, la maestra de geografía se impacientó y me dijo – Fernández, llega usted en esas condiciones, sudando como si viniera de correr un maratón, quince minutos tarde y no conforme con eso pone el desorden en clase –
– Pero profesora… ¿Yo qué hice? –
– Siéntese si no quiere que lo saque del salón –
Pero… ¿Qué coño me estaba pasando? Todo lo que tocaba esa mañana lo convertía en mierda, me había levantado a las seis de la mañana, aún no eran ni las ocho y ya estaba exhausto, harto de escapar, harto de las persecuciones, harto de no tener un lugar seguro donde aterrizar, donde nadie me molestara, pero por si no era suficiente aún faltaba lo peor. Una vez finalizada la clase de geografía entró en el aula el Coordinador, el señor Camarón, llegó con una bota en la mano y dijo – Buenos días muchachos, es una pena lo que tengo que comunicarles, pero alguien rompió los cristales de la oficina de primaria lanzando esta bota y por si fuera poco robaron un trofeo de la vitrina, como ustedes son el único grupo de secundaria a mi cargo en este grado quiero saber si el culpable se encuentra entre nosotros –
Empezaron risas, murmullos – Esas botas son de ranchero – gritó alguien.
– Basta, esto es muy serio, voy a investigar quien o quienes fueron y les aseguro que el propietario de esta bota y los culpables van a tener graves consecuencias –
Me eché las manos a la cabeza cuando lo vi salir indignado, como pocas veces, mientras los zapatos me cortaban la circulación y no me permitían olvidarme de mi víctima. Ahora tenía un problema, desaparecer esa bota y encontrar al ladrón, antes de que el me encontrara a mi.
Demasiado tarde, en los pasillos mortificado escuché una voz que me llamaba por mi apodo, con miedo giré la cabeza y lo vi, era ese niño alto, robusto y moreno; apodado el Pampers, su reputación también estaba por los suelos, era considerado un niño estúpido, un miserable perdedor y me dijo – Gallego, he escuchado hablar de ti, pero no creí que fueras tan estúpido –
Me empecé a reír y le dije – Yo también he escuchado de ti, aunque nunca he hablado contigo y sabes, no te quiero quitar el primer lugar, puedes ser el estúpido número uno –
– ¿A ti te parece bien, atacar a los niños de primaria, robarles los zapatos y romper con tu bota la ventana de la oficina? –
– ¿Qué quieres? –
 – Todo eso es muy grave, te pueden expulsar –
– ¿Qué quieres? – Repetí cortando sus palabras.
– Sacar el trofeo de la escuela sin ser descubierto, mételo en tu mochila y sácalo –
– No traigo mochila, ¿Qué no ves? Definitivamente el idiota más grande del colegio eres tu –
– Hazlo, sino digo todo lo que sé –
– ¿Sabes qué? No te tengo miedo retrasado –
El Pampers se acongojó y dijo – En mi casa nadie cree en mi, le prometí a mi madre que ganaría un torneo o algo, le dije que era del equipo de Frailes de Futbol Americano, por eso necesito que me ayudes –
– Y a mí qué me importa –
– No quiero defraudar a mi madre –
– Pues vuelve a nacer –
– Mira Gallego, te lo estoy pidiendo por la buena –
– Tu querías robar el trofeo y nunca lo ibas a hacer si no fuera por mi, y ahora yo lo tengo que hacer todo –
– Estabas ahí en el momento yo no te seguí –
– Pero tu robaste el trofeo, aprovechaste los cristales rotos para entrar y si dices algo nos joden a los dos –
– Haré lo que sea para no defraudar a mi madre, me da igual que nos expulsen a los dos –
– ¿Y qué vas a hacer? ¿Obligarme a que te ayude a robar un trofeo? Además el futbol americano no se gana en torneos, ahora entiendo porque dicen que eres subnormal –
– Tú también eres anormal –
– Pero yo no quiero demostrar lo contrario –
– Yo quiero que mi madre se sienta orgullosa de mi, solo por una vez, ¿Tú crees que tenemos remedio? –
– Yo no lo tengo, ni lo quiero tener, además me lo ha dicho mi padre “La cabra siempre tira al monte” –
El Pampers se quedó pensando hasta que llegaron unos gandules – Miren, El Gallego y El Pampers son amigos; muy bien Galleguito, hasta que conociste a alguien que tiene tu mentalidad – Y se empezaron a reír, por suerte esta vez no había pasado a mayores, al parecer llevaban prisa, solo esperaba que este idiota no abriera la boca.
Me quedé solo con el Pampers de nuevo y me dijo – Yo recupero tu bota,  y tu mi trofeo, solo llévalo a la salida, quédate con mi mochila, el trofeo está allí adentro, no es muy grande –
Con tal de que se fuera lejos de mí me quedé con su mochila y la zozobra del llevar allí adentro el trofeo, creo que el más estúpido era yo, pero podía decir que había encontrado la mochila del culpable en caso de que me descubrieran.
Pasó el largo día y se montó algo similar a un operativo para revisar mochilas, era momento de salir por la puerta principal y burlar a Don Max, el portero de toda la vida, tuve la idea de meter el trofeo en una bolsa aparte, de esas negras que estaban en la basura y al abrir la mochila del Pampers encontré un trompo, de esos con los que juegan los niños – Que tipo tan raro – pensé.
Me dirigí hacia la salida con la bolsa en las manos y Don Max me detuvo – Güero, tenemos que revisar tu mochila, ¿Supiste lo que pasó? –
– Sí Don Max, pinches sinvergüenzas –
El señor me miraba y me regaló una sonrisa, mientras yo no asimilaba si lo dije o lo pensé, tomé el trompo entre mis manos y lo lancé a sus pies, lo puse a bailar y noté como Don Max se distraía al momento de revisarme la mochila.
Tenía miedo de que me preguntara algo acerca de la bolsa y le hablé – ¿Le gusta jugar al trompo? –
– Sí, cuando yo era niño los hacían de madera –
Don Max me volvió a sonreír y sin darle tiempo de pensar en mi bolsa negra me salí tan rápido como pude, pero él me dijo – ¡Güero, tu trompo! –
– No se preocupe Don Max, mañana lo recojo –
Caminé tan rápido como pude y tres calles más adelante con el corazón en la boca esperé a que el Pampers me encontrara, él no tardó y llegó con mi bota puesta en su pie izquierdo.
Lo miré y me eché a reír – Pero… ¿Qué coño hiciste con tu zapato? –
– Me tuve que deshacer de el –
– ¿Te aprieta? –
– Mucho –
– A mi estos zapatos me están matando –
 Le di su mochila y la bolsa con el trofeo, lo miró y me dijo – Gracias, mi madre se pondrá muy feliz –
– De nada, elfo doméstico –
Seguí con esos zapatos del pobre niño, pisando fuerte y desgarrándome los tobillos.





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