Pezfango Escurridizo

Fue una semana llena de agua, la misma que provocó los accidentes, de no haber sido por eso yo sería inocente, completamente inocente.
Era un niño, no recuerdo mi edad de aquel entonces, solo sé que a mi hermano aun le cambiaban los pañales, mientras yo caminaba de un lugar a otro sin saber qué hacer. Inventaba mis juegos, hablaba conmigo y me construía un mundo amurallado lejos del que existía.
Era ya noche y estaba jugando en un patio techado que había entre el comedor y las habitaciones, recuerdo que había llovido a cantaros y el agua se metía por las ranuras del techo transparente dejando unos charcos en el suelo derraparte, volviéndolo superderrapante.
Frente a mí  en ese patio estaba un vieja lavadora verde que bailaba mejor que los reguetoneros de hoy en día, se movía con un ritmo propio y avanzaba entre giros y saltos, esa lavadora sería capaz de ganar un concurso de baile.
La casa era grande, a menudo encontraba mi espacio, donde nadie podía hablarme ni encontrarme. Atravesé el comedor y al fondo había otro par de habitaciones, mi padre estaba acostado viendo el boxeo y me llamó.
Así por mi nombre y me dijo – Dile a tu madre que me traiga una cerveza –
No le respondí, apenas le había puesto atención, atravesé el patio en sentido contrario hacia las otras habitaciones y allí estaban mi madre y mi tío charlando, al tiempo que mi madre cambiaba los pañales de mi hermano.
La interrumpí y ni siquiera me miró, la llamé con más fuerza y le dije lo que había dicho mi padre. Nadie movía un dedo y se lo volví a repetir insistente. Mi madre se enfureció y me dijo – ¿Que no ves que estoy ocupada? –
Yo sí podía verlo, pero volví a insistir, era un recado y nada tenía yo que ver. Me miró enfurecida – ¡Dile que se vaya a la mierda! –
Encogí los hombros y que más podía hacer que llevar el mensaje de vuelta, atravesé el patio lleno de charcos dejando atrás a esa lavadora y su baile agitado, llegué hasta la habitación donde estaba mi padre viendo el boxeo y decidí abreviar el mensaje. Siempre me gustó mucho la practicidad y le dije – ¡Vete a la mierda! –
Se le encendieron los ojos como los de un orangután furioso, supe que algo andaba mal, no debí haber transmitido así el mensaje y corrí… Corrí, corrí, corrí  sin mirar atrás, pasé por el patio y sus grandes charcos casi patinando. Mi padre no corrió con la misma suerte, solo corrió y el agua le hizo resbalar.
Al momento que sus piernas se elevaban parecía tomar más velocidad, como si le hubieran salido ruedas en el culo, se aproximaba a mí con una rapidez involuntaria, no pude hacer nada más que apartarme de su camino y dejarlo seguir su trayecto, pero para su desgracia ¡Pum!… Tomó a la vieja lavadora como pareja de baile y se la llevó hasta que ambos se estrellaron contra la pared. La lavadora dejó de bailar y el quedó espaldas planas sobre los charcos.
Hubo un silencio sepulcral, el golpe se escuchó tan fuerte que pensamos que se había estropeado la lavadora, me la imaginaba en pequeñas picecitas. De reojo lo vi, estaba de patas arriba y con los brazos extendidos, como esos boxeadores en completo knokout.
Llegué hasta la habitación donde mi madre cambiaba a mi hermano y me le quedé mirando con preocupación, mi tío y ella devolvieron mi mirada. No quería ni voltear, solo sentí una patada que me levantó por los aires y no recuerdo más, solo una discusión. No sé si se aclaró que yo era un simple mensajero o un niño muy maleducado.
Me quedé pensando mirando esos charcos que crecían dentro del patio, fue una noche muy lluviosa y no recuerdo más de esa discusión que tuvieron mis padres; tal vez no me importaba o en realidad era irrelevante, palo dado ni Dios lo quita.
Me gustaba la lluvia, más por las noches cuando caía con violencia e inundaba las calles, me gustaba su sonido, como limpiaba las aceras y las dejaba vacías como si fueran tristes; por momentos quería que el patio se volviera una gran piscina y nadar en ella, a pesar de no saber nadar.
Me encantaba el agua, pero le tenía miedo, las grandes cantidades me provocaban admiración y temor a la vez. Recuerdo cuando en Vigo mi hermano y yo nos acercábamos al mar y después corríamos para que las olas no nos alcanzaran, corríamos despavoridos como si el feroz mar nos fuese a tragar, ese era nuestro pasatiempo de tardes enteras y en ocasiones el frío de las olas nos besaba los pies erizando nuestra piel.
Solía evitar esas piscinas llenas de niños meando, de gente allí estancada como si fueran carne de bestia hervida, pero en los balnearios era lo único que había, me puse a pensar y recordé uno de esos días en los que vi reír a mi madre sin parar. Regresé unos meses en el tiempo y es que esa tarde me la había pasado fatal. Primero me tiré del tobogán con las piernas abiertas y fui justo a estrellarme contra la cara de una niña. Al parecer no sintió mucho dolor, pero con sus cinco años y su rabia me llamó – Tonto –
Yo solo me le quedé mirando con un dolor que no podía soportar, era muy bueno para aguantar las lágrimas, pero eso sí, me ponía todo rojo. La niña se dio la vuelta y me quedé pensando que ojala le doliera la boca como a mí los testículos, o al menos que se le cayeran dos dientes.
Corrí cuando me sentí un poco mejor y me tiré un clavado, había caído de panza y sonó hueco, vi las estrellas y mi barriga quedó toda roja. En menos de diez minutos me había dado una tremenda paliza yo, a mí mismo, era como mi peor enemigo. Pero ahí no acabaría todo, eso era solo el principio.
Llegué a donde estaba mi madre, junto con su trabajadora cuidando a mi hermano, era un miedoso, se tiraba clavados pegado a la orilla de la piscina y tan pronto emergía se agarraba del borde. En uno de esos intentos estuvo a punto de partirse la mandíbula, pues rozó la esquina y mi madre solo cerró los ojos y al ver que no pasó nada le llamó la atención.
Había llegado yo y aproveché la coartada para decirle a mi hermano – Eres un miedoso, te voy a enseñar cómo se tira uno al centro –
En el fondo estaba muerto de miedo, pero había captado la atención de todos, y eso pasaba muy pocas veces; tomé carrerilla y vi esa piscina que me daba más miedo mientras más lo me pensaba, cerré los ojos y me tiré, sin ver.
De pronto un milagro, una casualidad, un segundo exacto me llevó a una situación embarazosa, a mi paso caí sobre un señor que estaba nadando, y fui a parar dentro de su bañador, no lo puedo explicar, un escurridizo y enceste perfecto. No sé de donde salió ese pezfango que emergía, cuando vi su calva ya era demasiado tarde, éramos como uno mismo.
¿Cómo había llegado ahí? Cuando abrí los ojos estaba muerto de miedo por el agua y abrazado a un señor desconocido, ¿era yo tan delgado? O… ¿los calzoncillos le quedaban grandes?, pero por más increíble que esto pudiera parecer me había colado dentro de su bañador.
El aire fue sustituido por el agua en mis oídos, segundos después quise patalear para escapar, pero me percaté de que el espacio era reducido, muy reducido, estaba atrapado entre el resorte y un trasero peludo, no era como una regresión al útero, no era placentero en lo más mínimo.
Quise pedir ayuda con la mirada, pero mi madre y su empleada estaban tiradas en el suelo de las carcajadas, no podían ni reaccionar; al señor no le hizo mucha gracia que invadiera su espacio más íntimo, pero comprendió que había sido un accidente.
Cuando vi la profundidad de la piscina me aferré a él, hasta con las uñas y se las clavé en los hombros. El señor tal ver rondaba los 50 años y me dijo muy paciente – Por favor, cálmate, no pasa nada –
– Me voy a ahogar – le gritaba escupiendo agua
– No, tranquilízate –
Me puse muy nervioso y terminé enrollado en sus calzones. El señor trataba de girarse, pero por más que lo hiciera yo había quedado detrás y no podía verme bien, solo sentirme dentro de su ropa.

No había forma de razonar conmigo, los nervios me cegaron, el señor tuvo que despojarse de su bañador y quedar completamente desnudo para librarse de mí, después de desenrollarme se volvió a poner el bañador y me llevó a la esquina, fue allí que pude volver a respirar.

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