Mañana gris en México, ruedan hacia el sur los vientos que golpean los rascacielos de hormigón. Desde mi ventana les miraba correr, empujarse, tocar el claxon como locos, gritar; todos presurosos sin saber a qué rumbo tomar solo para llegar a algún lugar.
Se levantaban como zombis, esclavos del trabajo, poseídos y con un ligero desayuno en la barriga se escurrían entre multitudes abarrotando los transportes públicos a tal grado que parecían reventar los metros y los autobuses. A lo lejos se miraban esas masas sin principio ni fin, manos, brazos, cabezas, todos compartiendo la respiración en las cabinas de esos vehículos que les llevarían a su destino.
La Ciudad corría a un ritmo tan acelerado donde nadie se paraba ni un segundo a mirar que la vida era linda, y que no nos pertenecía, no había tiempo para meditar, para reír, para disfrutar del trayecto, solo los perros de la acera se pausaban por momentos.
Los pichones atravesaban el sucio aire sin tener un lugar seguro para aterrizar, y la tierra sentía todos esos pasos, esa tensión y el ajetreo. Tal vez un día normal, un día más en la gran mancha urbana que colapsada de gente no tenía control. Dejé la ventana por un momento y miré hacia la cocina, allí estaba esa viejecita de pelo blanco preparándome el café y sonrió – Ahh hijito, ¿Por qué no fuiste a trabajar hoy? –
– Míralos abuela, desde la ventana te puedes dar cuenta que parecen hormigas, y todos los días es lo mismo, chocan unos contra otros –
– ¿Vas a volver a cambiar de trabajo? –
– No lo sé, me gustaría llevarte lejos, a otro lugar –
– Yo ya soy muy viejita, me gustaría que encontraras una compañera y que te fueras a vivir tu vida, como lo hice yo cuando era joven con tu abuelo, sabes, aun lo extraño mucho –
– Lo sé abuela, pero hace casi 14 años que murió –
– Los viejos como yo vivimos del pasado, ¿Quieres dos de azúcar en el café? Solo dos, porque has comido mucho dulce –
– Si abuela, lo que tú digas –
La miraba extraña, mi abuela era un ángel, pero esa mañana se veía aún más angelical que nunca, tenía una luz en los ojos, un resplandor que jamás podré describir.
Yo vivía solo con mi abuela en un tercer piso, en la gran ciudad, ella se me acercó y me sirvió el café, miró por la ventana y me dijo – Cuando tu abuelo y yo llegamos del pueblo, México era muy bonito, aun había árboles y terrenos vacíos, no había tantos metros, ni coches, ni tanta gente, ahora es un fastidio salir –
La abuela suspiró y dijo – No sé en qué momento nos rodearon, cada año aparece más y más gente, y míralos ahora, ya ni caben en esos autobuses, pero se ponen bien necios para meterse, hasta golpes he visto –
– Lo sé abuela, es muy difícil llegar a cualquier lado, pero la gente está acostumbrada a eso –
La abuela clavó su mirada en el vacío, por momentos se entristecía y me dejaba pensado – ¿Qué te pasa abuela? ¿Te pusiste triste de repente? Es por el abuelo ¿Verdad? –
– No hijo, pero me da mucho pendiente que te quedes solo, tienes que encontrar una mujer, si esta viejita se te muere te quedarás solo –
– No digas esas tonterías, ¡Mira qué sana estás! Tú no te vas a morir pronto, además, ¿para que quiero yo una mujer? Están todas locas, imagínate tú, la última con la que salí hasta era reguetonera, no abuela, no saben lo que quieren, ya no hay mujeres como tú –
– No seas anticuado, las cosas cambian, ahora las muchachas son diferentes, si supieras el trabajo que le costó a tu abuelo hablar con mi padre, una vez hasta le sacó la escopeta al pobre –
La abuela se ahogaba en carcajadas mientras me lo contaba – Entonces te causaba gracia que el abuelo la pasara mal –
– No hijo, solo me acordé lo pálido que se puso el hombre, pero luchó mucho por mí, por hacer una familia, era un hombre formal –
– ¿Familia? Hoy le dices eso a una mujer y te manda al hospital de dos trancazos –
Empezamos a reír la abuela y yo, mientras el mundo se mataba allí afuera, corrían como si les fueran a pagar el premio gordo de la lotería, se empujaban, se golpeaban, pero con moretes y todo conseguían la meta; llegar al trabajo.
– La vida no era así hijo, todo ha cambiado tanto –
Repentinamente tocaron la puerta – Voy yo hijo, seguro es la vecina –
– ¿Cuál vecina? –
– Es una muchacha que se mudó aquí al departamento de al lado con su niña, creo que su marido las dejó y ella vende cosas de belleza para vivir, pero ya le he dicho que yo no me maquillo y que no me interesan las cremas para rejuvenecer –
La abuela me sacó otra carcajada, se había levantado con mucha chispa. Abrió la puerta y como bien dijo era esa vecina que yo no conocía. Una débil mujer con su niña en brazos, crucé levemente mi mirada con ella y pude sentir el pesar del fracaso en la suya, mi abuela me sacó de mis pensamientos y me la presentó por su nombre, pero no recuerdo ese nombre, ni su cara tampoco, el tiempo y el momento fugaz la borraron de mi mente, o tal vez no le di mucha importancia; me acerqué a saludarla – Que linda niña tienes –
– Gracias, ¿pero cómo sabes que es niña? –
– Me lo dijo mi abuela, es que yo jamás me hubiera dado cuenta –
Me sonrió y mi abuela le dijo – Siéntate, tomate un café con nosotros –
Ella se sintió extraña al verme ahí, donde yo vivía y puso un pretexto para irse a su departamento, justo en la puerta de enfrente. La vecina salió y yo me despedí sin mucho afán.
– Pobre muchacha, así con una cría, sola en la ciudad, pero aún le falta mucho por vivir y a ti también hijo –
Pasó tan rápido la mañana, y es que hacía tanto tiempo que no me daba el lujo de pasar tiempo con mi abuela, esa rutina que me hacía irme tan temprano, malcomer en la calle y regresar muerto de cansancio.
Había disfrutado tanto el tiempo con mi viejita, por una vez paré el reloj y los miré a todos desde la ventana, eran tantos que yo pasaba desapercibido en las hostiles calles.
Se acercaba peligrosamente la una de la tarde del 19 de septiembre, esa hora marcaría mi vida para siempre. La abuela me sonrió – Nada pasará hijo –
Empecé a sentirme nervioso, muy nervioso, cada segundo era como un alfiler que se me clavaba en la piel y la abuela secó con ternura el sudor de mi frente, se sentó en una silla que daba a la ventana y allí se quedó – Esta vez no utilizaré el ascensor –
– ¿Cómo? – pregunté alterado
De repente un relámpago tocó la tierra, era como un rayo luminoso en el cielo y empezó a temblar con violencia; era un brusco movimiento que jamás había sentido, he de confesar que me estaba asustando, pero disimulé para que mi abuela no se alterara, aunque por extraño que fuera ella estaba muy tranquila.
El movimiento empeoraba, se escuchaban gritos y cristales caer, en ese momento supe la gravedad del problema, era un sismo de grandes proporciones; y de repente tocaron la puerta con golpeteos, era la vecina que con desespero gritaba – ¡Ayúdenme a sacar a mi hija de su habitación! ¡Auxilio! Se los suplico –
Se ahogó en lágrimas y mi abuela dijo – Ve, y ayuda a esa mujer –
Yo no entendía nada hasta que vi como un edificio se desplomaba frente a nosotros, mientas nuestras ventanas se rompían y entraba el polvo grueso a la casa.
Mi abuela lo sabía, solo una mirada – Salva a la niña –
Los gritos de la vecina no me dejaban pensar y mi abuela insistía – Sácala primero a ella y después ven por mí –
La abuela me apretó la mano y me sonrió – Siempre estaré contigo hijo –
No le pude decir nada, abrí la puerta y esa mujer me rogaba sacar a su hija, quise mirar adentro, pero el polvo no dejaba que mi abuela me devolviera una cándida mirada; sin pensar lo hice tan rápido como pude, entré a la habitación, saqué a la niña y bajamos los dos, yo con la pequeña en brazos, mientras el edificio se tambaleaba como si fuera de papel. Las dejé en la calle y vi como toda la gente gritaba y corría mientras que algunos edificios se iban partiendo. Era tan difícil de explicar cómo se desquebrajan las almas y los muros de las construcciones, por un momento la ciudad se congeló y dejaron de pelear, por primera vez unos miraban a los otros; ya no eran extraños como todas las mañanas.
Yo iba a regresar por mi viejita y tomé larga carrerilla para hacerlo, pero alguien me detuvo con su brazo bruscamente – No se puede pasar allí –
Miré hacia la ventana y mis ojos se rompieron como los cristales, en llanto, pero lo peor estaba por suceder, en esos segundos el edificio donde estaba viviendo se derrumbaba, la gente corrió y el polvo cubrió el cielo.
Ese polvo me cegaba, pero también me abría los ojos, ese polvo era todo lo que tenía, en polvo se había convertido lo que más quería en el mundo. No me podía perdonar haber dejado a mi viejita allí, a su suerte; empecé a gritarle con desesperación – ¡Abuela! ¡Abuela! ¿Dónde estás? –
Lloraba solo, le lloraba al polvo, la seguí llamando hasta que mi garganta se cerró y al llamarla ella me respondió cuando el cielo se despejó y cada partícula de polvo tocaba el corazón de alguna persona que estaba cerca. De pronto el cielo se volvió azul y la niña a la que habíamos salvado empezó a llorar en los brazos de su madre.