Piel de Durazno en la ventana

La gran y prestigiosa escuela no estaba hecha para mí, al principio pensé que eso era malo, pero con el tiempo comprendí que la vida es difícil y más aún cuando las decisiones no dependen de nosotros.
Intentar mejorar en ese ambiente tan hostil era como querer cultivar en las piedras, para mi desgracia me habían apuntado al comedor y al transporte escolar; donde las cosas se pondrían muy complicadas, para ampliar mi terrible historial, aunque esto pareciera imposible. A pesar de eso me las había apañado para hacer un par de amigos, más que amigos eran cómplices; uno de ellos; Macrino, de nombre David; su mote estaba claro, o más bien no, no hay nadie en la tierra que pueda tener tan horrible apodo.
Macrino; un moreno oscuro y de cabello negro como sus intenciones; era muy gracioso, sonreía todo el tiempo. El otro Mosquetero de la desgracia era Ravelo Quesada, con ese nombre no hubo necesidad de ponerle apodo. Ravelo era un muchacho tan pálido como yo, tenía un peinado como de palmera en el desierto, casi amarillento.
Aunque los tres compartíamos edades y grados no íbamos en la misma clase, era por ello que no habíamos simpatizado tan rápido. Macrino, Ravelo y yo viajábamos en el transporte escolar, los únicos tres miembros del nivel secundaria, porque el desordenado cardumen que llenaba el vehículo pertenecía a la primaria. Conduciendo y sin decir una sola palabra iba el chofer, parecía que le pagaban para galopar como los caballos, sin quitar la vista del camino; auxiliado y para controlar nuestro descontrol había una profesora que llevaba un ojo al camino y otro a nosotros, porque sabía que aprovechábamos cada descuido para molestar a nuestros compañeritos de viaje.
Algo que resultaba un poco vergonzoso, era que solía confraternizar mejor con los chiquillos de primaria que con mis compañeros de clase; pero no era el único, a Macrino y a Ravelo les pasaba lo mismo, así que el regreso a casa era de algarabía, gritos y bromas pesadas; sobre todo por Macrino, quien en este momento me gustaría aclarar que me caía muy bien, como me enseñó la vida que pocas personas nos pueden caer. Mi acanelado compañero era irrespetuoso, sarcástico e irreverente, nadie merecía su compasión, ni siquiera su propia madre; pero tenía gracia y nunca paraba de sonreír, por ello se le perdonaba todo.
En ese circo llamado transporte estaban Sandoval y Emmanuel, un par de niños de quinto de primaria que servían de actores secundarios, y como tales luchaban por seguirnos el paso. Nos respondían todos los insultos, por horribles que parecieran, nosotros entonces atacábamos con estocadas verbales más profundas, pero Sandoval y Emmanuel salían siempre avantes, era entonces momento de hacer uso de la escoba, un recurso que habíamos encontrado denigrante y muy, pero muy gracioso.
Ahí estaba, abandonada, sucia, en una esquina del autobús; con las cerdas tan abiertas que parecía un enorme cepillo dental usado por años. Alguien la descubrió, nunca supimos quién, pero este héroe anónimo empuñó la escoba, como si de una ágil espada se tratara y la puso en la cabeza de algún desgraciado desprevenido; las risas estallaron, había nacido una nueva tradición.
Por obviedad es de suponerse que la profesora destinada a vigilar aquel transporte rozaba peligrosamente la locura; y cómo no; con Macrino, Ravelo, Sandoval, Emmanuel y yo a bordo habría bastado, pero como la vida es injusta, además estaba el hervidero de pequeñitos que se esforzaban por estar a la altura. Golpes, gritos, empujones; un lloriqueo por allí, callado por burlas; la escoba en la cabeza de alguien y luego verla volar por los aires; más gritos; era lógico que casi todos los días el Coordinador recibiera quejas, mismas que no eran tomadas muy en cuenta.
El regreso a casa fue el habitual caos; hasta que notamos que Macrino insultaba acaloradamente a Cintia, una niña de sexto grado, aquel bochorno no era sino el resultado del desamor; Macrino había pedido a la damita ser su novia, y como ella se rehusó desató la ira del Kraken.
– A ella no le gustaban los sinvergüenzas y abusivos – Le dije al Macrino mientras este se daba la vuelta y decía – Pues entonces que se vaya a la mierda –
Ya no había límites, ni respeto; afuera del autobús se tenían que escuchar nuestros gritos, era un descontrol total; y como todas las tardes Ravelo, cantaba con todas sus fuerzas – Al chofi no se le para, al chofi no se le para, al chofi no se le para, no sele para el camión –
La profesora que nos cuidaba se deshacía en gritos para pedirnos prudencia y respeto, pero nosotros respondíamos con más descaro y desorden, que sólo se calmaba cuando nos iba dejando uno a uno en nuestras respectivas casas.
No recuerdo la voz del chofer, solo se reía de vez en cuando, no respondía a nada, a ningún insulto, era un verdadero papanatas, y lo digo sin recordar su cara, solo ese mostacho poblado y su pelo largo de rizos que le cubrían la nuca, como cuando empezó su carrera Marco Antonio Solís “El Bucky”
Me sentía en una olla de presión, no sabía qué era peor, las expectativas no alcanzadas; o las personas que me rodeaban. Lo cierto es que todas las travesuras, las risas que ellas me traían, el asombro y aprobación de Macrino y Ravelo; como la admiración de Sandoval y Emmanuel salvan mi alma del venidero infierno.


Como todas las tardes esperaba ansioso el transporte escolar, en ese lugar podía descargar toda la frustración de un día malo, realmente malo. Ravelo había faltado a clases esa mañana, así que bromeaba sólo con Macrino, hasta que se me ocurrió una gran idea, algo muy descabellado, pero todo era cuestión de ponerse a prueba. Sin titubear le solté a la cara – A que no te atreves a sacar el culo por la ventana –
Macrino arqueó las cejas, riendo frenéticamente; cuando notó que aquello iba en serio tomó una gran bocanada de aire, se puso de pie; y a pesar del movimiento del autobús se las apañó para ágilmente desabrochar el cinturón que ceñía su cintura, hizo lo propio con el botón del pantalón y bajó la bragueta.
Puso un pie sobre el asiento y de un impulso se halló de pie en la plaza. Bajó en un segundo sus pantalones y sacó su negro culo por la ventana trasera.
Yo me quedé admirado como quien ve a un maestro, con admiración miraba ese espectáculo, jamás pensé que Macrino fuera capaz de hacerlo. A la misma velocidad que había desmontado sus ropas las volvió a colocar en su sitio, se sentó junto a mí, riendo triunfante y me sentenció – ¿Ves? ahora te toca a ti español maricón –
Esa afrenta tendría que pagarla, literalmente, con el culo; además yo había lanzado el duelo, no podía dar un solo pasa atrás; así que ni tardo ni perezoso repetí la maniobra de Macrino, y pegué mi trasero desnudo en el frío cristal, riendo empecé a moverlo de un lado a otro; no puedo imaginar la cara de los transeúntes y automovilistas que vieron aquello.
Pocos momentos en mi vida habían sido tan divertidos, y a la vez tan hilarantes; la risa de Macrino invadía todo mi entorno, veía sus ojos a punto de salir de su rostro por el asombro; mi compañerito me admiraba, me respetaba por mi valor de hacer aquello. Pero nada puede ser eterno, y menos mi ascenso a deidad; ese etéreo momento fue interrumpido por un grito, algo peor que un fuerte chillido.
– ¡Esto es inaudito, en mi vida había visto algo así! – Era la profesora histérica; neurótica, como si estuviera yo profanando alguna figura religiosa en la capilla de San Pedro.
Aun me dio tiempo de bromear, tal vez fue un impulso de los nervios y le dije a Macrino – Creo que tu culo negro es lo inaudito –
– O tu culo lampiño le dio envidia a la profesora –
– Calla, que esto va en serio –
Pero más en serio fue cuando nos dijo – Voy a preparar un reporte dirigido a su coordinador, ustedes dos no pueden seguir aquí, en el trasporte –
Macrino se puso blanco y yo con la boca seca, los labios secos, el lagrimal seco. ¿Cómo iba yo a saber que al ver el alboroto la señora se dignaría a detener el autobús para ir a ver lo que estaba pasando? No era adivino para tener acceso a la información del futuro, nunca lo hacía, gritaba y vociferaba, pero nada más. Sobra decir que me puse mi ropa tan rápido como saltaba del asiento y fui tras ella para pedirle, para rogarle que no nos reportara; pero la señora, ahora de cabello revuelto no me hacía caso, ni la mirada me devolvía.
Le quise tocar un hombro para que me devolviera su mirada, pero con un gesto de asco me dijo – No me toques con esas manos –
Cierto, me había agarrado el culo y sin decir más regresé a mi asiendo donde un arrepentido y cabizbajo Macrino me esperaba, no era para tanto, sólo tendría que dejar de tomar el autobús. Toda la tarde barajé mis opciones y me convencí de que no tenía nada que temer, después de todo mi padre me llevaba por las mañanas y por las tardes ya vería cómo resolver el problema del transporte, cualquier castigo podía llevarlo con dignidad, ya lo había hecho antes; aunque nada de mis reprimendas anteriores podía haberme preparado para lo que se me avecinaba.
Claro está que del incidente del asiento trasero nada conté en casa, llegué al colegio tan normal como podía ser, entré a mi aula y ocupé mi sitio, como todos los días. Esa mañana la primera clase era de Biología, el profesor entró como era su costumbre y comenzó a pasar la lista, con su voz de borracho, muy lentamente y adormeciéndonos con su pesadez; Javier Vázquez, biólogo y especialista en cantinas. Luego de unos minutos de clase irrumpió en el salón el Coordinador, al verlo mi corazón estalló en taquicardia, lo peor fue cuando me pidió que lo acompañara a su oficina, salí de clase tragando saliva, me faltaba el aire; sentía que mis latidos romperían mi esternón. Pero lo peor fue salir y ver a Macrino y a Ravelo esperando afuera también. Miré a Macrino y no pude sostener la mirada, estaba aterrorizado.
Ravelo aprovechó que el Coordinador tardó un momento en salir y nos reclamó – ¿Y ahora qué hicieron par de idiotas? por la culpa de ustedes me van a joder a mí también –
 Macrino no parecía tan mortificado, y desgarbado como era su costumbre intentó clamarlo – Mejor no reclames, si hubieras ido ayer, seguro hubieras hecho lo mismo que nosotros –
Ravelo perdió el control, nos dio la espalda y golpeó el muro de ladrillos con su puño; justo en ese momento salía el Coordinador del aula, arqueó las cejas intrigado por la reacción del muchacho – ¿Pasa algo? – Ravelo no respondió, pero Macrino se adelantó a responder negativamente y yo hice lo propio. Antes de recibir cualquier indicación del académico Ravelo reclamó su presencia en esta reunión – Yo no tengo nada que ver en lo que pasó ayer – aclaró indignado. El Coordinador fingió una sonrisa y movió la cabeza de un lado a otro – Pasemos a mi oficina –
Cuando por fin estuvimos los tres en la oficina del Coordinador éste rodeó su escritorio, tomó su sitio habitual y cogió unas cuantas hojas de su escritorio; reportes, y más reportes de la terrible conducta que hasta ese día habían sido ignorados. Aquel hombre, ese Camarón enorme sostenía con la punta de sus dedos los papeles que contenían los relatos de nuestras andanzas; hablaba sobre todo del espectáculo del trasero; todo visto desde la perspectiva de la profesora ofendida. Cuando las letras que formaban las palabras que delataban nuestra horrorosa conducta se terminaron Ravelo tomó la palabra para abogar por su persona, después de todo él no había estado presente y su estadía en esa oficina era obra de una injusticia; pero el Coordinador prestó poca atención a las palabras de mi compañero, denunciado rufián que de acuerdo con la maestra del autobús no merecía más crédito o confianza que Macrino o yo; además de que el reporte del trasero incluía el nombre de los tres; así que el Coordinador procedió a dictar sentencia – Óscar Fernández, David Morales y Enrique Ravelo Quesada están expulsados definitivamente del transporte, no tienen ya derecho a él, la falta cometida es muy grave, en cuanto a continuar en la escuela lo pensaré y les pido que lo piensen también ustedes, tienen quince días para descansar en casa –
De reojo vi al Macrino, la imborrable sonrisa había desaparecido, mientras Ravelo se negó a mirarnos, de hecho nos retiró su amistad desde aquel día y nunca más nos volvió a hablar.
No sé por qué era tan hipócrita Ravelo, ya teníamos un reporte anterior los tres por bajarnos la cremallera y poner nuestro dedo simulando un pene, esa hazaña hacía gritar a nuestras compañeras del autobús y la profesora nos había visto y advertido, ahora era la gota que derramaba el vaso, poner nuestro trasero desnudo en la ventana.
Me gustaría decir que esto fue una lección aprendida, que cuando llegué a casa vi a mis padres decepcionados, deshechos por mis acciones; pero comprensivos. Me gustaría contar que mi padre me abrazó sabiendo que estaba roto por dentro, que llevaba meses queriendo gritarle al mundo que si me despreciaba el sentimiento sería mutuo; mi padre, como sólo los valientes, limpiaría mi llanto, me habría dicho que todo iba a estar bien, que me entendía; que comprendía lo difícil que habría sido para mí adaptarme al país y a un nuevo colegio, me habría explicado del choque de culturas; y que al final los españoles no somos malos, es solo que México aún cura esas cicatrices queloides de la conquista con mucha cautela.
Me encantaría decir entonces que en su perorata mi padre habría dejado escapar varias lágrimas al ver a su vástago sufriendo del cruel acoso de sus compañeros, que le comía el seso y no lo dejaba pensar en nada más. Pero entonces, conmovido y optimista secaría su llanto y me diría que todo mejoraría, pondríamos todo el empeño en “sacar el buey de la barranca” y juntos, como familia, como padre e hijo superaríamos esto. Que no soy tonto, mucho menos gilipollas; y ya no digamos pendejo, que por su mente jamás pasaría que yo, su muchacho fuera un hijo de puta; que a sus ojos era un niño que valía mucho, un niño por el que valía la pena luchar.
Quisiera decir que mi madre en su infinito amor me cobijó en su regazo y me juró que esto era sólo un tropiezo, que todos los tenemos. Me confesaría entonces que sentía no haber notado los síntomas de mi evidente depresión, pero todo cambiaría de ahora en adelante; me abrazaría tan fuerte que podría escuchar su corazón como seguramente lo hice cuando habité su vientre; y me sentiría seguro de nuevo. Entonces mi madre sonreiría, me diría que no estaba bien ir por el mundo enseñando el culo, que no me educó para eso, pero que pasan cosas peores en las noticias, tampoco entendería por qué tanto escándalo. Y justo ahí, en ese momento tan especial, mi madre me daría la mayor y mejor declaración de amor que ninguna mujer podría darme; mirándome a los ojos me diría que no hay nadie como yo, que cualquiera desearía tener mi ingenio y mi destreza; y ni hablar de mi creatividad.
Mi madre me diría que no cambiaría nada de mí, que soy perfecto, y que al ver a todos los niños que conocía se sentía orgullosa de haberme parido a mí, que yo era el amor de su vida; y que estaba segura que nadie se comparaba conmigo, además me diría que estaba orgullosa de mi, sí, orgullosa, a pesar de todo.
Pero no quiero contar mentiras, tal vez eso podría pasar en un universo paralelo…
Los días de suspensión pasaron lentamente, mi único contacto con el exterior eran las llamadas de Macrino, que aunque tenía chispa ya no era muy brillante y de cautela mejor no hablamos; un día de esos que llamó confundió a mi madre conmigo, ¡a mi madre! Lo peor es que ella al negarse reconocer mi personalidad fue mandada muy lejos.
– Ya no te hagas pendejo Gallego –
Mi madre me dio el teléfono – Es para ti, una de tus finísimas amistades –
Tomé la llamada y le reclamé a Macrino haber hecho blanco de un montón de vulgaridades a mi madre; y sí, una raya más al tigre.
Pero Macrino no dijo más que – Con esa voz de maricón que tienes es fácil confundirte con mujeres, ya a todos nos cambió la voz –
No pude evitar reírme, iba retrasado en el cambio de voz, en estatura, en todo; pero en el fondo eso no tenía importancia, sino esa suspensión que me carcomía dentro de casa, sin guarida, aun peor que en el mundo exterior.
Fueron días complicados, si el infierno existe, está compuesto por esos quince días.
A mi regreso al colegio era una celebridad, funesta, pero famosa al fin. Se me conocía como El Gallego, y para varias costumbres eso no era sinónimo de algo bueno, las anécdotas de mis travesuras se contaban una y otra vez, pasaban de boca en boca por todo el alumnado; claro sin nada de gloria, así que no había actos valerosos e intrépidos, no había asombro ni admiración, eran sólo historias, cuentos de estupidez. No faltó mucho tiempo para que el acoso escolar hacia mi persona se extendiera, ya no sólo era mi clase la que se ensañaba conmigo, eran de varias clases, de varios grados.
No sé si para mi fortuna o desgracia, siempre estaba a mi lado Macrino, ya era entonces sabido que formábamos una especie de dúo dinámico, pero del desastre. Sé que estar en compañía de mi amigo me salvó de muchas cosas, pero no podía exentar todos los peligros. La burla era algo de todos los días, a mis espaldas y en mi cara, se me reiteraba una y otra vez lo que había aprendido en casa; era idiota. La peor parte siempre la llevó mi mochila, que aparecía colgada de los lugares más inimaginables, como el enorme escudo escolar que adornaba el patio, o sobre el Cristo crucificado del católico colegio, decían que era para encomendarme a la divinidad, todos estallaban en carcajadas burlándose de mí. Nadie escuchaba mis gritos de auxilio, menos mi coordinador; que me ignoraba cuando le decía que mis repetidas faltas a clase habían sido porque siempre me escondían los libros en alguno de los baños; y la escuela era tan grande que podía llevarme horas encontrarlos. A decir verdad, estaba pagando por mis imprudencias, tenía la batalla perdida.
Pasaron un par de semanas y Ravelo desapareció de la escuela, poco tiempo después Macrino se esfumó también, los padres de ambos habían decidido sacarlos de ese colegio, y con ello me confinaron a la soledad entre la muchedumbre de nuevo.
Días después de su cambio de escuela Macrino me llamaba para contarme lo contento que estaba en ese nuevo colegio, la carga de asignaturas era más ligera, así que le era más sencillo poner atención en clases y por lo tanto aprender. Me alegraba por él, sentía esperanza, era una pequeñita y delgada vena que alimentaba el tumor de optimismo que había muy debajo de las placas de mi tristeza.
Con el tiempo el nombre de Macrino fue olvidado, solo tres meses en la secundaria habían sido suficientes para él; y es que en una escuela tan grande, con miles de personas había que estar a la vanguardia y teniendo hazañas interesantes todo el tiempo. Mi amigo estaba en un lugar más tranquilo ya había encontrado la orilla, y yo seguía en medio de este mar picado, luchando contra las brutales olas.
Cuantas veces intenté pasar desapercibido, pero en ocasiones me resultaba imposible. Un día caminaba por el patio, rodeado de todos ellos, pero nadie estaba conmigo, yo era el indeseable, lo tenía bien asumido; suspiré profundo y volteé a ver a un chico que corría a toda velocidad con los cordones sueltos, pensé que no tardaría en caer como saco de patatas; y me reí conmigo imaginando el suceso, pero algo ahogó mi risa.
Un proyectil enorme y pesado se estrelló contra mi pecho, podía sentir pulgada a pulgada hundiéndose en mi carne, creí que rompería mis huesos como cristales y que las astillas de éstos se encajarían en mi tejido blando; el aire dejó de fluir de súbito, la presión del proyectil me aplastaba desde la boca del estómago hasta la clavícula, estaba desconcertado; un segundo después cuando el balón de baloncesto que me había golpeado cayó al suelo yo caí con él, el dolor era insoportable e iba acompañado de un terrible ardor, sentía que me habían desprendido la piel y rociado con zumo de limón, traté de abrir los ojos, no podía ver, todo era borroso a mi alrededor.
Inhalé aire con la boca, todo el que más pude, pero se quedaba atascado en mi garganta, no llegaba a mis pulmones. Un sonido ahogado empezó a llegar a mis oídos, era como si alguien hablara debajo del agua, eran cánticos, alguien estaba cantando; de hecho eran varias voces. Cuando pude recobrar un poco la conciencia escuché claramente a un grupo de alumnos cantando – ¡Que se levante y que llore, que se levante y que llore! – seguía sin poder respirar, me retorcía en el suelo, hasta que pude ponerme en posición fetal; no sabía quiénes eran, pero ellos a mí sí me conocían, lo supe cuando uno de ellos gritó – Miren es el Gallego – y reían celebrando mi tortura. Cuando me pude poner de pie salí lo más rápido que pude, sus risas eran varios balones que se estrellaban contra mí, los balones de su deporte favorito; la humillación.
Me refugié en las aulas de mecanografía, allí miré por la ventana y pude verlos, eran unos niños más grandes que yo, tal vez del ultimo grado de la secundaria. No sé qué les motivaba a ensañarse conmigo, yo jamás les había visto, mucho menos sabía quiénes eran; en la soledad me quedé pensando si ya era momento de partir de nuevo a mi planeta, total, aquí a nadie le importaba, por el contrario; mi único amigo se había ido de la escuela, el Macrino, pero días después llegaría un nuevo amigo a mi vida, alguien con mucho valor a quien jamás podría olvidar, y lo perdería con rapidez, tal vez yo dormía como el cáncer, lo que tocaba se moría, pero esta vez no sería mi culpa.



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